Las mascaradas de Escazú han desarrollado, a lo largo del tiempo, características propias que le dan un sello de originalidad, gracias al legado de personas como Pedro Arias, quienes mediante su inventiva y amor por la cultura popular fueron capaces de crear motivos y técnicas de manufactura propios. De hecho, casi todos los mascareros del cantón se refieren a él como el maestro quien, de una u otra manera, les enseñó su oficio. Entre los mascareros más destacados de este cantón encontramos a Edgar López, Enrique Barboza, Marvin Chamorro, Gerardo Montoya Arias, Álvaro Arias, Pedro Arias Madrigal y Raúl Alberto Fuentes P.

Según los investigadores de la tradición de “los payasos” o “mascaradas”, como se les denomina popularmente, ésta es la principal manifestación popular tradicional de carácter festivo del Valle Central (donde tuvo su origen).
Es también reconocida como una de las tradiciones de origen hispánico más arraigada en Costa Rica, que expresa una concepción integradora y estética, transmitiendo costumbres, creencias y técnicas y asociada siempre a las actividades festivas, la música, los bailes y las comidas tradicionales. Pero también puede decirse que es un claro ejemplo que ha llegado hasta nuestros días del sincretismo cultural que existió entre los colonizadores españoles y los grupos aborígenes, originada en la confluencia tanto del paganismo y el cristianismo de los colonizadores como en las creencias de la cultura amerindia.
Alesandro Tossati señala que la práctica de las Mascaradas del Valle Central parece ser un producto de la influencia de prácticas festivas coloniales y amerindias. Su nacimiento en la Puebla 23 de Cartago, su vitalidad y permanencia en comunidades con larga historia colonial y presencia indígena, y el núcleo agonístico que la caracteriza y que la acerca a otras prácticas festivas de otros centros indígenas del país, manifiestan el carácter sincrético y pluricultural de su origen. (Tossati: 1991, p. 7).
El mestizaje tanto étnico como cultural entre los colonos provenientes del viejo continente y los aborígenes, dio como resultado el sincretismo que existe entre las prácticas y rituales amerindios y las traídas de Europa, principalmente las de índole religiosa.
Así, la máscara carnavalesca ibérica se sobrepuso a la máscara ritual amerindia, y fusionadas coexistieron durante largos años acompañando al ritual católico en nuestras comunidades más asentadas sobre un substrato amerindio. Ambos poseen el mismo fundamento común que permitió que se fusionaran, hasta el punto que hoy es prácticamente imposible reconocer la más antigua. Se trata de la realidad de la comunidad agraria enfrentada a drama cíclico de la renovación de la vida y la muerte en el plano humano y natural. (Tossati: 1991, p. 7).
Según Jorge Luis Acevedo la palabra máscara 24 viene del árabe “macjara”, que significa “bufón”, también se relaciona con el latín “disfarsa”: desfigurar la forma real o natural de las cosas. (Acevedo: s.f. p. 141), pero también una tradición atribuye a Etruria 25 el origen del término.
Desde tiempos remotos la máscara ha sido utilizada como instrumento material de expresión. Su origen es totémico y de este modo son empleadas en los pueblos primitivos, con su carácter sacerdotal y guerrero que procede de la magia imitativa. (Zeledón: 1998, p. 327.)
En la antigua Grecia las mascaradas eran usadas en la danza para representar en forma simbólica, principalmente el humor y la tragedia. La tragedia griega llegó a usar gran variedad de máscaras que representaban a hombres y mujeres, nobles o villanos; su uso en el teatro griego responde a una razón práctica debido a la necesidad de dar mayor volumen a los personajes 26 para que fueran vistos y oídos por el público, aun los que estuvieran más lejos y a la vez para que no fueran reconocidos por los espectadores, despersonalizándolos y dándoles un carácter simbólico por medio de la máscara.
Los dramas simbólicos representaban máscaras de ciervos o perros, donde se evidenciaba el carácter de los animales. Posteriormente, la Edad Media materializó muchas de sus creencias en máscaras que han llegado a nuestros pueblos y se manifiestan como el diablo, la muerte, la bruja, etc. (Montoya: 1996, p. 58). Más tarde (S. XVI) fue corriente celebrar fiestas populares con moharrachos, o sea, con histriones o máscaras ridículas y en la corte francesa fueron de mucha atracción las monerías, o sea, las danzas que se realizaban en los carnavales donde sus participantes iban disfrazados de monos: figuras con gestos burlescos propios de los histriones.
La tradición de las mascaradas fue introducida en Costa Rica por los españoles 27 en la época colonial (Siglo XVII) teniendo como sus primeras apariciones las “fiestas agostinas” que se celebraban desde dicha época en honor a la Virgen de los Ángeles en el barrio o “Puebla de Los Pardos” de la ciudad de Cartago, para entonces, capital de la provincia de Costa Rica.
Según el historiador cartaginés Franco Fernández, el origen de los llamados “mantudos” o “payasos” se halla en la aparición que tenían algunos vecinos de condición humilde, denominados “parlampanes”, que vestían risibles disfraces (principalmente máscaras representativas de animales), quienes bailaban y correteaban entre el público antes de que iniciaran las “corridas de toros”, las cuales se llevaban a cabo como parte de estas fiestas.
Ya en el siglo XIX es Rafael Ángel (Lito) Valerín Roldán quien impulsa o crea las mascaradas tal y como hoy las conocemos. “Lito” nació en la Puebla en 1824, entre sus múltiples oficios u ocupaciones destacan las de sombrerero, hojalatero y relojero. También reparaba instrumentos musicales e interpretaba la marimba y manejaba fácilmente el pincel; por supuesto, era además mascarero. No se sabe a qué edad inició esta actividad, lo que si se conoce es que desde joven hacía figuras con jícaras que movía como marionetas. Su devoción a la Virgen de los Ángeles lo llevó a la creación de los mantudos, oficio que realizó hasta 1910, heredándolo a su hijo Jesús.

Jesús Valerín continuó con la tradición y devoción de su padre en la confección de las máscaras, sacándolas en las fiestas de agosto, durante muchos años. Se dedicó profesionalmente a este oficio. Como lo indica Alexis Ramírez, las fiestas en las que ardía La Puebla no tenían tregua,
pues desde la víspera, al empezar agosto se daba la vivacidad en la barriada. Dando las doce meridiano, los mantudos inauguraban las fiestas pueblerinas bajo la expectación de los habitantes de todos los pueblos que llegaban a pie, en carreta o en caballo (Zeledón: 1998, p.
329).
